jueves, 25 de diciembre de 2008

Creía que mi padre era Dios




















En 1999, Paul Auster convocó a través de la radio a que todo aquel que quisiera enviase un relato. En la introducción del libro que resultó, y cuya portada se puede ver arriba, dice esto acerca de las condiciones: "...Los relatos tenían que ser verídicos y breves, pero no habría restricciones en cuanto a tema ni a estilo. Lo que más me interesaba, dije, era que las historias rompieran nuestros esquemas, que fueran anécdotas que revelasen las fuerzas desconocidas y misteriosas que intervienen en nuestras vidas, en nuestras historias familiares, en nuestros cuerpos y mentes, en nuestras almas. En otras palabras, historias reales que bien pudieran ser una ficción..."

Y éste es el ejercicio de hoy: escribir un relato según esta convocatoria.

Os tengo que decir que el libro que terminó publicándose con estos relatos que pidió Paul Auster es una delicia y que se puede abrir por cualquier lado y es como si no se acabara nunca. Como ejemplo os contaré el por qué del título. Creía que mi padre era Dios es a su vez el título de uno de los relatos en que un niño pequeño que juega en el jardín de su casa sufre a un vecino maleducado que no le devuelve los balones cuando se escapan a su lado de la valla. No conformándose con éso, el vecino llama ladrón al niño por comerse las peras que se descuelgan en el lado del jardín del niño. Todo esto genera tensiones entre los padres del niño y el amargado vecino y al niño le hace sentir la crudeza de la realidad. Un día el vecino se puso tan desagradable, que el padre del niño no se pudo aguantar y le dijo gritando también: "sabe lo que le digo, que se muera" y el energúmeno se murió en ese mismo instante.

El libro lo abre un relato que se titula LA GALLINA. Os lo copio entero porque es muy breve:

Una mañana temprano de domingo iba bajando por la calle Stanton cuando vi, a pocos metros delante de mí, una gallina. Yo caminaba más deprisa, así que pronto le di alcance. A la altura de la Avenida Dieciocho, estaba casi encima de ella. En la Dieciocho, la gallina giró en dirección sur. Al llegar a la cuarta casa se metió por el camino de entrada, subió los escalones del porche dando saltitos y picoteó con decisión sobre la puerta metálica. Momentos después, la puerta se abrió y la gallina entró.

LINDA ELEGANT, Portland, Oregon

Los relatos del libro son en general más extensos, de 2 ó 3 caras, pero podéis hacerlos como queráis.

Feliz año

sábado, 20 de diciembre de 2008

Una historia de la lectura

En el precioso libro de Alberto Manguel Una historia de la lectura, él mismo cuenta la historia de cómo supo que había aprendido a leer:

A los cuatro años descubrí que podía leer. Ya había visto innumerables veces letras que sabía (porque me lo habían explicado) que eran nombres de las ilustraciones bajo las que estaban colocadas. Me daba cuenta de que el niño (boy, en inglés), dibujado con vigorosos trazos negros y vestido con pantalones cortos de color rojo y con una pelota verde bajo el brazo (la misma tela roja y verde de la que estaban recortadas todas las otras imágenes del libro, perros y gatos y árboles y madres altas y esbeltas) también era, de alguna manera, las negras formas severas situadas debajo, como si hubieran descuartizado su cuerpo para crear tres figuras muy nítidas: un brazo y el torso, b; la cabeza cortada y perfectamente redonda o; las piernas caídas, y. Dibujé ojos en la cara redonda y una sonrisa, y también llené el círculo vacío del torso. Pero había más: yo sabía que esas formas no sólo eran un reflejo del niño, sino que también podían contarme con precisión lo que él estaba haciendo, con los brazos extendidos y las piernas separadas. El niño corre, decían las formas. No estaba saltando, como yo podría haber pensado, ni fingiendo haber quedado congelado de pronto, ni jugando a un juego cuyas reglas y finalidad me eran desconocidas. El niño corre.

Pero aquellas percepciones eran simples actos de magia que perdían parte de su interés porque otra persona los había ejecutado para mí. Otro lector –mi niñera, probablemente– me había explicado esas formas y entonces, cada vez que el libro se abría y me mostraba la imagen de aquel exuberante muchacho, yo sabía cuál era el significado de las formas que había debajo. Era, desde luego, algo placentero, pero con el paso del tiempo dejó de interesarme. Faltaba la sorpresa.

Hasta que un día desde la ventanilla de un coche (ya he olvidado el destino de aquel viaje) vi un cartel a un costado del camino. La visión no pudo haber durado mucho tiempo; tal vez el automóvil se detuvo por un instante, quizá sólo redujo la velocidad lo suficiente para que yo viera, grandes e imponentes, formas similares a las de mi libro, pero formas que no había visto nunca antes. Sin embargo, supe de inmediato lo que eran; las oí dentro de mi cabeza; se metamorfosearon, dejaron de ser líneas negras y espacios blancos para convertirse en una realidad sólida, sonora, cargada de significado. Todo eso lo había hecho yo por mi cuenta. Nadie había realizado para mí ese truco de magia. Las formas y yo estábamos solos, revelándonos mutuamente en un diálogo silencioso y respetuoso. Haber podido transformar unas simples líneas en una realidad viva me había hecho omnipotente. Ya sabía leer.

El ejercicio de esta semana es escribir cada uno nuestra propia historia de la lectura o más bien nuestro pequeño y personal capítulo.


(Con respecto a las sesiones presenciales de este Club de Escritura en la Biblioteca de Guadajalara, las del próximo trimestre serán los sábados 17 de enero, 14 de febrero y 14 de marzo)

domingo, 14 de diciembre de 2008

La receta de la felicidad



Escuchad la receta de la felicidad que aparece en este vídeo de Redes, el programa de Punset (desde el minuto 1:08 al 4:30 -justo antes del vídeo dice Punset: "...la ciencia nos está diciendo que no vale la pena aparcar para después de la muerte la búsqueda de la felicidad...").

Este ejercicio nos lo propuso Carlos ayer en el taller y su enunciado es más o menos éste: vista esta receta perfecta sobre la felicidad, ¿dónde falla?

Animaos y dejad vuestra solución al ejercicio en los comentarios.

Y muchas gracias a Carlos y a todos los del taller. Es un placer trabajar con vosotros.

martes, 9 de diciembre de 2008

Ferdinand Personne

En realidad se llamaba Fernando Pessoa (de este enlace de Wikipedia os recomendaría la nota autobiográfica del propio autor que aparece al final) y ya ha pasado por aquí en septiembre diciendo algo muy agudo en relación con los viajes y con esa manía que todos tenemos de ausentarnos y pisar tierras extrañas.

De sus heterónimos hoy nos quedamos con Ferdinand Personne, uno que no utilizó y que le puso su único amor y su no-novia, Ophélia Queiroz.

“Personne” en francés es “persona”, como “Pessoa” en portugués. Pero “personne” también es "nadie".

Pessoa escribió este texto, seguramente pensando en su Ophélia y en lo que le había escrito y en lo que no:

Todas las cartas de amor son
ridículas.
No serían cartas de amor si no fuesen
ridículas.

También escribí en mi tiempo cartas de amor,
como las demás,
ridículas.

Las cartas de amor, si hay amor,
tienen que ser
ridículas.

Pero, al fin y al cabo,
sólo las criaturas que nunca escribieron cartas de amor
sí que son
ridículas.

Quién me diera en el tiempo en que escribía
sin darme cuenta
cartas de amor
ridículas.

La verdad es que hoy mis recuerdos
de esas cartas de amor
sí que son
ridículos.

(Todas las palabras esdrújulas,
como los sentimientos esdrújulos,
son naturalmente
ridículos).


El ejercicio de hoy consiste en escribir algo tan ridículo como lo que acabáis de leer. Si no se os ocurre nada, empezad así: "todos los x son ridículos, no serían x si no fuesen ridículos" ¿verdad que parece fácil?

El taller de la Biblioteca de Guadalajara será, como dijimos, el próximo sábado 13 a las 11.