miércoles, 27 de noviembre de 2013

Camus habría cumplido cien años





El segundo capítulo de "El Primer hombre", la novela que Camus dejó sin terminar, se titula Saint-Brieuc, el nombre de la ciudad donde está enterrado su padre. Esta novela o su gérmen viajaba en un maletín negro que salió despedido del coche de Camus cuando se chocó con un árbol el 4 de enero de 1960. El autor murió allí, pero el manuscrito, difícil de descifrar, tardó más de 30 años en empezar su vida de libro. El inicio del capítulo es inolvidable. Os lo dejo aquí:


Saint-Brieuc 
 
Cuarenta años más tarde, un hombre, en el pasillo del tren de Saint-Brieuc, 
miraba desfilar con desaprobación, bajo el pálido sol de una tarde de primavera, 
aquel país estrecho y chato, cubierto de pueblos y de casas feas que se extiende 
desde París hasta la Mancha. Los prados y los campos de una tierra cultivada 
durante siglos hasta el último metro cuadrado se sucedían ante sus ojos. La cabeza 
descubierta, el pelo cortado al rape, la cara larga y los rasgos finos, de buena 
estatura, la mirada azul y directa, el hombre, pese a la cuarentena, aún se veía 
delgado bajo su impermeable. Con las manos sólidamente apoyadas en la barra, el 
cuerpo descansando sobre una sola cadera, el pecho dilatado, daba una impresión 
de soltura y de energía. El tren aminoraba la marcha en ese momento y terminó 
por detenerse en una pequeña estación miserable. Al cabo de un rato una joven 
bastante elegante pasó por la portezuela donde se encontraba el hombre. Se 
detuvo para pasar la maleta de una mano a la otra y entonces vio al viajero. Este la 
miraba sonriendo, y ella no pudo dejar de sonreír también. El hombre bajó el 
cristal, pero el tren ya partía. «Lástima», dijo. La joven seguía sonriéndole. 
El viajero fue a sentarse a su compartimiento de tercera, donde ocupaba una plaza 
junto a la ventanilla. Frente a él un hombre de pelo ralo y apelmazado, más joven 
de lo que hacía pensar su cara hinchada y venosa, apoltronado, con los ojos 
cerrados, respiraba fuerte, evidentemente incomodado por una digestión laboriosa, 
y deslizaba de vez en cuando una mirada rápida hacia el pasajero de enfrente. En 
la misma banqueta, cerca del pasillo, una campesina endomingada, que llevaba un 
singular sombrero adornado con un racimo de uvas de cera, sonaba las narices de 
un niño pelirrojo de rostro apagado y pálido. 
Poco después el tren se detuvo y un cartelito que decía SAINT-BRIEUC apareció 
lentamente en la portezuela. El viajero se incorporó en seguida, retiró sin esfuerzo 
del portaequipaje, sobre su cabeza, una maleta de fuelle y, después de saludar a 
sus compañeros de viaje, que le contestaron sorprendidos, salió con paso rápido y 
bajó los tres peldaños del vagón. En el andén se miró la mano izquierda todavía 
manchada por el hollín depositado en la barra de cobre que acababa de soltar, sacó 
el pañuelo y se limpió cuidadosamente. Después se encaminó hacia la salida, 
alcanzado poco a poco por un grupo de viajeros de ropas oscuras y tez parduzca. 
Bajo el alero de columnas esperó pacientemente el momento de entregar su billete, 
siguió esperando que el empleado taciturno se lo devolviera, atravesó una sala de 
espera de paredes desnudas y sucias, decoradas con viejos cartelones donde 
incluso la Costa Azul parecía tiznada, y apurando el paso, salió a la luz oblicua de la 
tarde, por la calle que bajaba de la estación hacia la ciudad. 
En el hotel pidió la habitación que había reservado, rechazó los servicios de la 
camarera con cara de patata que quería llevarle el equipaje, a pesar de lo cual, 
después de que la mujer lo acompañara hasta su cuarto, le dio una propina que la 
sorprendió y devolvió la simpatía a su rostro. Después el viajero se lavó de nuevo 
las manos y volvió a bajar con el mismo paso vivo, sin cerrar con llave la puerta. En 
el hall encontró a la camarera, le preguntó dónde estaba el cementerio, recibió un 
exceso de explicaciones, las escuchó amablemente y se encaminó en la dirección 
indicada. Recorría ahora las calles estrechas y tristes, bordeadas de casas vulgares 
de feas tejas rojas. A veces algunas casas viejas de vigas aparentes dejaban ver de 
soslayo sus pizarras. Los escasos transeúntes ni siquiera se detenían delante de los
escaparates que ofrecían las mercancías de vidrio, las obras maestras de plástico y
de nailon, las cerámicas calamitosas que se encuentran en todas las ciudades del
Occidente moderno. Sólo en las tiendas de alimentación se apreciaba la opulencia.
El cementerio estaba rodeado de altos muros disuasivos. Cerca de la puerta,
puestos de flores pobres y marmolerías. Delante de una de ellas el viajero se
detuvo para mirar a un niño de aire despierto que hacía los deberes en un rincón
sobre la piedra de una lápida, virgen aún de inscripción. Después entró y se
encaminó a la casa del guardián. El guardián no estaba. El viajero esperó en el
pequeño despacho pobremente amueblado, después vio un plano que estaba
descifrando cuando entró el guardián. Era un hombre alto y nudoso, de nariz
fuerte, que olía a transpiración bajo su gruesa chaqueta cerrada. El viajero
preguntó por el sector de los muertos de la guerra de 1914.
—Sí —dijo el guardián—. Se llama el sector del Souvenir Français. ¿Qué nombre
busca?
—Henri Cormery —respondió el viajero.
El guardián abrió un gran libro forrado con papel de embalaje y siguió con su dedo
terroso una lista de nombres. El dedo se detuvo.
—Cormery, Henri, «herido mortalmente en la batalla del Marne, muerto en Saint-
Brieuc el 11 de octubre de 1914».
—Eso es —dijo el viajero.
El guardián cerró el libro.
—Venga —dijo.
Y lo precedió en el camino hacia las primeras filas de tumbas, unas modestas, otras
pretenciosas y feas, todas cubiertas de ese batiborrillo de mármol y abalorios que
deshonraría cualquier lugar del mundo.
—¿Es un pariente? —preguntó el guardián con aire distraído.
—Era mi padre.
—Lo siento.
—No, no, yo aún no tenía un año cuando murió. Así que, usted comprenderá.
—Sí —dijo el guardián—, pero da igual. Fueron demasiados muertos.
Jacques Cormery no contestó nada. Seguramente habían sido demasiados muertos,
pero en lo que respectaba a su padre, no podía inventarse una compasión que no
sentía. Desde que vivía en Francia, hacía años, se prometía hacer lo que su madre,
que había permanecido en Argelia, le pedía desde hacía tanto tiempo: ir a ver la
tumba de su padre que ella misma jamás había visto. A Jacques le parecía que esa
visita no tenía ningún sentido, ante todo, para él, que no había conocido a su
padre, que ignoraba casi todo de lo que había sido y le horrorizaban los gestos y los
trámites convencionales, en segundo lugar, para su madre, que nunca hablaba del
desaparecido y no podía imaginar nada de lo que él vería. Pero como su viejo
maestro se había retirado en Saint-Brieuc y de ese modo se le presentaba la
oportunidad de volver a verle, resolvió visitar a ese muerto desconocido e incluso
hacerlo antes de encontrar a su viejo amigo, para tras ello sentirse totalmente
libre.
—Es aquí —dijo el guardián.
Habían llegado ante un sector cuadrado, rodeado por pequeños mojones de piedra
gris unidos por una gruesa cadena pintada de negro. Las lápidas, numerosas, eran
todas iguales, unos simples rectángulos grabados, situados a intervalos regulares
en hileras sucesivas. Todas adornadas con un ramito de flores frescas.
—El Souvenir Français se encarga del mantenimiento desde hace cuarenta años.
Mire, ahí está. —Señalaba una lápida en la primera fila.
Jacques Cormery se detuvo a cierta distancia de la piedra.
—Lo dejo —dijo el guardián.
Cormery se acercó a la lápida y la miró distraídamente. Sí, era efectivamente su
nombre. Alzó los ojos. Por el cielo pálido pasaban lentamente pequeñas nubes
blancas y grises y caía una luz leve que por momentos se apagaba. A su alrededor,
en el vasto campo de los muertos, reinaba el silencio. Sólo llegaba un rumor sordo
de la ciudad por encima de los altos muros. A veces una silueta negra pasaba por 
entre las tumbas lejanas. Jacques Cormery, la mirada puesta en la lenta 
navegación de las nubes en el cielo, trataba de percibir, detrás del olor de las flores 
mojadas, el aroma salado que en ese momento venía del mar lejano e inmóvil, 
cuando el tintineo de un cubo contra el mármol de una tumba lo sacó de sus 
ensoñaciones. Fue en ese momento cuando leyó sobre la lápida la fecha de 
nacimiento de su padre, percatándose entonces de haberla ignorado. Después leyó 
las dos fechas, «1885-1914», e hizo maquinalmente el cálculo: veintinueve años. 
De pronto le asaltó un pensamiento que lo sacudió incluso físicamente. El tenía 
cuarenta. El hombre enterrado bajo esa lápida, y que había sido su padre, era más 
joven que él.




El 7 de noviembre Camus habría cumplido 100 años. 

¿Qué historia de vuestro padre os sugiere todo esto?

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Los padres, esos grandes desconocidos
MARTUSA

Atticus dijo...

Este verano estuve en Saint-Brieuc. Apenas un par de días. Todo ese tiempo me estuvo rondando la cabeza una pregunta: ¿por qué conozco yo esta ciudad en la que no he estado? Cuando volví a España lo recordé: está enterrado el padre Camus, al que visitó Camus hijo años más tarde.

Recomiendo su obra a todos. Y su vida, de una integridad moral absoluta. Hay alguna biografía muy interesante, especialmente la de Oliver Todd. Está a punto de salir en español un libro sobre él de Michel Onfray.

BRAGAOMEANO dijo...

A veces veo hombres, que tienen un cierta parecido físico a mi y me da por pensar que hizo mi padre aquellos años en los que estuvo en la universidad.