viernes, 15 de noviembre de 2013

Relatos de terror esta noche



Esta noche, como hace un año, se leerán relatos de terror dentro del festival EÑE. Es posible que nos sentemos en las escaleras del Círculo de Bellas Artes y que después de leer unos cuantos relatos acabemos pasándonos ese libro de Fernando Iwasaki que se llama "Ajuar funerario" en el que cada microrrelato condensa un capítulo de la historia de la literatura de terror o del terror humano mismo.
Por ejemplo, he preparado para leer el inicio de la novela "Soy leyenda" de Richard Matheson:

I - Enero de 1976

1

     En aquellos días nublados, Robert Neville no sabía con certeza cuándo se pondría el
sol, y a veces ellos ya ocupaban las calles antes de que él regresara. Durante toda su
vida, la hora del crepúsculo estaba relacionada con el aspecto del cielo, y por lo general,
prefería no alejarse demasiado.
     Paseaba alrededor de la casa, bajo una luz grisácea y débil, con un cigarrillo en la boca
y un hilo de humo por encima del hombro. Comprobó que las ventanas no tuvieran alguna
madera suelta. Los ataques más violentos dejaban tablones rotos o medio arrancados, y
debía remendarlos. Odiaba esta tarea. Hoy afortunadamente, sólo faltaba un tablón.
     Cuando estuvo en el patio revisó el invernadero y el depósito de agua. A veces los
hierros que cubrían el depósito se aflojaban y las cañerías estaban retorcidas o rotas. A
veces, en el invernadero, las piedras que arrojaban por encima del muro agujereaban los
cristales y había que cambiarlos.
     Pero el depósito y el invernadero estaban intactos en esta ocasión.
     Regresó a la casa. Cuando abrió la puerta de calle apareció en el espejo una imagen
de sí mismo absolutamente distorsionada. Hacía un mes que había colgado allí aquel
espejo agrietado. Al cabo de pocos días, algunos trozos caían en el porche. Puede caer
entero, pensó. No tenía idea de colgar allí otro maldito espejo; no valía la pena. En
cambio, había puesto algunas cabezas de ajo. Darían mejor resultado.
     Cruzó lentamente la sala, sumida en el más absoluto silencio, dobló por el oscuro
pasillo de la izquierda, y entró en el dormitorio.
     En otro tiempo, la habitación había estado abarrotada de adornos, pero ahora todo era
completamente funcional. Como la cama y el escritorio ocupaban muy poco espacio,
había convertido una pared en almacén.
     En el estante se podía encontrar un serrucho, un torno y una piedra de esmeril. Y en la
pared, un muestrario completo de herramientas.
     Neville cogió el martillo y encontró, en medio del desorden de una caja, unos cuantos
clavos. Volvió a salir, y clavó rápidamente el tablón que se había estropeado, arrojando
los clavos restantes en la derrumbada puerta próxima.
     Permaneció allí durante un rato, de pie en el jardín, contemplando la calle larga y
silenciosa. Era un hombre alto, tenía treinta y seis años y su ascendencia era inglesa y
alemana. En su rostro, nada llamaba especialmente la atención, excepto la boca, ancha y
firme, y los brillantes ojos azules, que observaban ahora las ruinas de las casas vecinas.
Las había quemado para evitar que se acercaran por los tejados.
     Pasados algunos minutos, respiró hondo y volvió a entrar. Arrojó el martillo sobre el
sofá de la entrada, encendió otro cigarrillo y tomó la copa de la media mañana.
     Poco después entró en la cocina de mala gana. Debía deshacerse de la basura
acumulada en el vertedero. Debía también quemar los platos y vasos de papel, y quitar el
polvo a los muebles, y lavar el fregadero y la bañera, y cambiar las sábanas y la funda de
la almohada. Pero vivía solo, y esas cosas podían esperar.


     A mediodía, Neville estaba en el invernadero recogiendo cabezas de ajo.
     Al principio su estómago no podía soportar el olor de ajo. Ahora lo tenía impregnado en
las ropas, y a veces pensaba que hasta en la piel, y casi no lo notaba.
     Cuando le pareció que tenía suficientes volvió a casa y los colocó en el vertedero.
Accionó el interruptor de la pared. La luz vaciló unos instantes antes de brillar
normalmente. Neville dejó escapar un chasquido de disgusto entre las mandíbulas
apretadas. Otra vez el generador. Tendría que repasar el maldito manual y comprobar los
cables. Y si la reparación era demasiado complicada, debería comprar un nuevo
generador.
     Se sentó, malhumorado, en un taburete junto al vertedero y sacó un cuchillo. Primero,
fue separando los pequeños dientes rosados entre sí, luego los cortó por la mitad. El acre
y penetrante olor inundó la cocina. Puso en funcionamiento el acondicionador de aire y la
atmósfera quedó bastante limpia.
     Luego, con un punzón, practicó un agujero en cada mitad de diente y las atravesó con
un alambre hasta formar unos veinticinco collares.
     En un principio colgaba estos collares en los cristales, pero la pedrea le había obligado
a tapar todos los cristales con madera terciada. Finalmente había sustituido estas
maderas por tablones, con lo que la casa se había convertido en un lúgubre sepulcro;
pero había puesto fin a aquella lluvia de piedras y vidrios rotos que entraba todas las
noches en las habitaciones. Y una vez instalados los tres acondicionadores de aire, se
pudo respirar mejor. Un hombre puede acostumbrarse a todo.
     Cuando tuvo terminados los collares, salió y los clavó en los tablones de las ventanas,
y retiró luego los viejos porque ya habían perdido casi todo el olor.
     Realizaba este trabajo dos veces por semana. No había otra forma de defenderse
mejor que ésta, por el momento.
     ¿Defenderse?, pensaba a menudo. ¿Para qué?
     Durante la tarde pasó el rato haciendo estacas.
     Con la ayuda del torno reducía los tarugos de madera a estacas de veinte centímetros.
Luego les afilaba la punta en la piedra de esmeril.
     Era un trabajo agobiante y monótono, y el aserrín flotaba en el aire con su tibio olor y le
penetraba los poros y los pulmones, y le provocaba la tos.
     Pero las estacas nunca alcanzaban, independientemente de las que hiciese. Y los
tarugos escaseaban cada vez más. Pronto tendría que usar tablas. Pensó, irritado, que
eso sería el colmo.
     Todo era demasiado deprimente y debía pensar en cambiarlo. ¿Pero cómo, si no podía
dedicar ni un minuto a pensar?
     Mientras torneaba, el altavoz del dormitorio dejaba llegar el sonido de la Tercera, la
Séptima y la Novena de Beethoven. Con la música llenaba el terrible vacío del tiempo.
     A partir de las cuatro de la tarde empezó a contemplar el reloj de pared. Trabajaba en
silencio, con los labios apretando el cigarrillo, los ojos clavados en el taladro que mordía la
madera sembrando el suelo de un polvo blanquecino.
     Las cuatro y cuarto. Las cuatro y media. Las cinco menos cuarto.
     Sólo faltaba una hora y los asquerosos bastardos rodearían la casa. Tan pronto como
se pusiera el sol, aparecerían.



Cuando vi la versión cinematográfica de esta novela de los años cincuenta se me pusieron los pelos de punta en más de una ocasión. ¿Qué películas o historias han tenido el mismo efecto sobre vosotros?