martes, 28 de noviembre de 2017

Stefan Zweig habría cumplido hoy 136 años



Parecen muchos años 136, pero no son tantos, son los que podría tener mi bisabuelo.

Como ayer fue el día del maestro, comparto con vosotros un fragmento de El mundo de ayer, autobiografía de Stefan Zweig publicada póstumamente el mismo año de su muerte, 1942 (Editorial Acantilado, traducción de A. Orzeszek y Joan Fontcuberta):


"Nuestros maestros tampoco tenían la culpa del desolador ambiente que reinaba en aquella casa. No eran ni buenos ni malos, ni tiranos ni compañeros solícitos, sino unos pobres diablos que, esclavizados por el sistema y sometidos a un plan de estudios impuesto por las autoridades, estaban obligados a impartir su "lección" -igual que nosotros a aprenderla- y que, eso sí que se veía claro, se sentían tan felices como nosotros cuando, al mediodía, sonaba la campana que nos liberaba a todos. No nos querían ni nos odiaban, aunque tampoco había motivos para ninguno de estos sentimientos, pues no sabían nada de nosotros; aun al cabo de varios años, con excepción de unos pocos, seguían sin conocernos por el nombre: según el método pedagógico al uso en aquel entonces, lo único de lo que se tenían que preocupar era del número de errores que había cometido "el alumno" en el último ejercicio. Ellos se sentaban arriba, en la tarima, y nosotros, abajo; ellos estaban allí para preguntar y nosotros, para contestar; aparte de ésta, no existía entre los dos colectivos relación alguna. Y es que entre el maestro y el alumno, entre la tarima y los bancos, entre el Alto visible y el Bajo igual de visible se levantaba la invisible barrera de la "Autoridad" que impedía cualquier contacto. Que un maestro considerase al alumno como un individuo que exigía un trato específico, acorde con sus características personales, o que redactase, como se hace hoy en día, unos informes detallados sobre él, habría supuesto un trabajo muy superior a las atribuciones y capacidades de nuestros pedagogos; por otro lado, una conversación privada habría socavado su autoridad, pues con tal cosa habría colocado a los alumnos a su mismo nivel, que no en vano era "superior". A mi juicio, nada resulta más característico de la total falta de relación que, tanto en el terreno intelectual como en el anímico, existía entre nosotros y los maestros, como el hecho de que me he olvidado de los nombres y los rostros de todos ellos. Mi recuerdo guarda todavía, con una nitidez fotográfica, la imagen de la tarima y del diario de clase, al que siempre intentábamos echar una mirada con el rabillo del ojo porque en él constaban las notas; todavía veo aquel pequeño cuaderno rojo en que se inscribían nuestras calificaciones y el gastado lápiz negro que registraba las cifras; veo mis propios cuadernos, plagados de correcciones del maestro hechas con tinta roja, pero no veo ninguno de aquellos rostros... a lo mejor porque siempre permanecimos ante ellos con los ojos bajos o cerrados."


La escuela que le tocó a Stefan Zweig intentó convertirlo en un robot más, pero él se rebeló. Le parecía que ninguna de las materias tenía que ver con la vida, y los maestros, con los que no se podía hablar, intentaban hacerle sentir tonto. Llamaba a la escuela la “cárcel de nuestra infancia”. Cómo sería la cosa que esto es lo que le sucedió cuando una vez habló en el aula magna de una universidad. Estar en la tarima lo puso muy nervioso y en un principio no supo por qué. Después de pensarlo, la única explicación que encontró fue que las clases ex cátedra impartidas desde lo alto de la tarima, insolidarias, autoritarias, le generaban tal rechazo y lo había dejado marcado de tal modo que no soportaba ser precisamente él quien ocupara el puesto de adoctrinador. También pensó que eso le había generado cierto complejo de inferioridad, pero yo hablaría en este caso más bien de trauma, del trauma de cuando intentan aplastar tu infancia y tus deseos. Stefan Zweig señalaría años después que no era casual que Freud se hubiera dedicado a estudiar la génesis y las consecuencias de los complejos de inferioridad después de cursar secundaria dentro de un sistema no muy diferente del que lo mantuvo preso a él desde 1892 a 1900 en el Maximilian Gymnasium.

Ese era un tema que Stefan Zweig tenía muy presente. Por ejemplo, en 1932 le pidieron que pronunciara un discurso conmemorativo en su colegio y declinó la oferta. Sin embargo, escribió un poema para el libro de honor en el que decía nada menos: “Lo llamábamos “escuela” y queríamos decir aprendizaje, miedo, severidad, suplicio, coacción y cárcel”.

La dictadura paradójica del “tú aún no puedes comprenderlo” era la regla de oro, y quizá fue lo que convirtió a Stefan Zweig en alguien con una curiosidad insaciable.



El ejercicio de hoy es hablar de la escuela, de los maestros, de Stefan Zweig o de vuestro bisabuelo. Ya veis que yo he escrito de lo que he querido y no veo por qué vosotros no debéis hacer lo mismo.

¡Felices 136 años!

3 comentarios:

Anónimo dijo...

A sus casi 60 años, allí estaba ella teñida de rubia,con sus mallas negras, marcando la raja de la entrepierna, vestida con la ropa de su hija, como si fuera una adolescente. Fui a pedirle explicaciones por la nota de un examen,me acarició el brazo, me miró a los ojos y me dijo con cariño :que tonto eres Rubén,la filosofía no es memorizar las cosas y soltarlas como un loro. La filosofía hay que razonarla.
Desde ese mismo día, dejé de asistir a sus clases, su olor a nicotina, me imposibilitaba el tener una relación sexual con ella, a no ser que la pusiera mirando a Cuenca y la tapara la cara con la crítica de la razón pura de Kant.

Maria José dijo...

Se llamaba Marina y era grande como una montaña.
Su pelo era corto y rubio.
Me adoraba. La adoraba.
Cuando terminaba mis trabajos antes que mis compañeros me premiaba con una llave: la de la biblioteca. Yo flotaba con aquel privilegio en mis pequeñas manos . La biblioteca era una pequeña aula con unas pocas estanterías mal repartidas; con poco tiempo para elegir, mis ojos leían los dorsos hasta que algún título me llamaba la atención. Regresaba a mi clase, entregaba la Llave Sagrada y enseñaba a mi profesora mi elección, esperando su sonrisa cómplice.
La adoraba. Me adoraba.
Pidió hablar con mi madre.
Aquello era tan inusitado, tan especial, que me picaban las piernas de impaciencia porque llegara el día. Ningún profesor había pedido antes (ni después) hablar con mis padres. Era algo que me igualaba al resto de mis compañeros.
Llegó el día. Hablaron.
Hoy sé que las dos fueron políticamente correctas y no subieron el tono. Hoy sé que se puede amar a los hijos de maneras equivocadas. Hoy sé que se puede amar a una alumna como si fuera una hija. Hoy sé lo que pasó aquella mañana, pero entonces no lo sabía. Y mi madre salió enfadada sin decir más que frases que yo no comprendía. Y mi profesora, sutilmente, fue alejándose de mí.
Se marchó a otro colegio, a amar a cualquier otra niña, y dejó mis ocho años huérfanos de una mamá gallega.
Durante años oí la letanía en casa de que yo no sería una bibliotecaria solterona y amargada como aquella profesora. Durante años. Llegué a interiorizar el mensaje hasta que se hizo una bola grande como una montaña. Tan grande y empinada que no podía avanzar.
Hoy la veo frente a mi madre, retándola, enseñándome otra lección más:
Las madres son mujeres.
Las profesoras son mujeres.


María José Olivares

Anónimo dijo...

Y el que tiene boca, se equivoca.
Añadiría yo, María José